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Yo no soy el filósofo.  
El filósofo dice: Pienso... luego existo.  
Yo digo: lloro, grito, aúllo, blasfemo... luego existo. Poesía del primer lamento. No sé cuál fue la palabra primera que dijo el primer filósofo del mundo. La que dijo el primer poeta fue: ¡Ay!  
¡Ay!  
Éste es el verso más antiguo que conocemos. La peregrinación de este ¡Ay! por todas las vicisitudes de la historia, ha sido hasta hoy la Poesía. Un día este ¡Ay! se organiza y santifica. Entonces nace el salmo. Del salmo nace el templo. Y a la sombra del salto ha estado viviendo el hombre muchos siglos.  
Ahora todo se ha roto en el mundo. Todo. Hasta las herramientas del filósofo. Y el salmo ha enloquecido: se ha hecho llanto, grito, aullido, blasfemia... y se ha arrojado de cabeza en el infierno. Aquí están ahora los poetas. Aquí estoy yo por lo menos.  
Éste es el itinerario de la Poesía por todos los caminos de la Tierra. Creo que no es el mismo que el de la Filosofía. Por lo cual no podrá decirsa nunca: éste es un poeta filosófico.  
Porque la diferencia esencial entre el poeta y el filósofo no está como se ha creído hasta ahora, en que el poeta hable con vervo rítmico, cristalino y musical, y el filósofo con palabras abstrusas, opacas y doctorales, sino en que el filósofo cree en la razón y el poeta en la locura.  
El filósofo dice:  
Para encontrar la verdad hay que organizar el cerebro.  
Y el poeta:  
Para encontrar la verdad hay que reventar el cerebro, hay que hacerlo explotar. La verdad está más allá de la caja de música y del gran fichero filosófico.  
Cuando sentimos que se rompe el cerebro y se quiebra en grito el salmo en la garganta, comenzamos a comprender. Un día ameriguamos que en nuestra casa no hay ventans. Entonces abrimos un gran boquete en la pared y nos escapamos a buscar la luz desnudos, locos y mudos, sin discurso y sin canción.  
Además, los poetas sabemos muy poco. Somos muy malos estudiantes, no somos inteligentes, somos holgazanes, nos gusta mucho dormir y creemos que hay un atajo escondido para llegar al saber.  
Y en vez de meditar como el filósofo o de investigar como los sabios, ponemos nuestros grandes problemas en el altar de los oráculos o dejamos que los resuelva aleatoriamente una moneda de diez centavos.  
Y decimos, por ejemplo: Puesto que no sé quién soy... que lo decida la suerte.  
¿Cara o cruz?  
Leon Felipe
 
 
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