Oda
a la pobreza
Cuando nací
pobreza,
me seguiste,
me mirabas
a través
de las tablas podridas
por el profundo invierno.
De pronto eran tus
ojos
los que miraban desde
los agujeros.
Las goteras,
de noche,
repetían
tu nombre y tu apellido
a voces
el salto quebrado,
el traje roto,
los zapatos abiertos,
me advertían.
Allí estabas
acechándome
tus dientes de carcoma,
Tus ojos de pantano,
tu lengua gris
que corta
la ropa, la madera,
los huesos y la sangre,
allí estabas
buscándome
siguiéndome,
desde mi nacimiento
por las calles.
Cuando alquilé
una pieza
pequeña, en
los suburbios,
sentada en una silla
me esperabas,
o al descorrer las
sábanas
en un hotel oscuro,
adolescente,
no encontré
la fragancia
de la rosa desnuda,
sino el silbido frío
de tu boca.
Pobreza,
me seguiste
por los cuarteles
y los hospitales,
por la paz y la guerra.
Cuando enfermé
tocaron a la puerta:
no era el doctor,
entraba
otra vez la pobreza.
Te vi sacar mis muebles
a la calle:
los hombres
los dejaban caer
como pedradas.
Tú, con amor
horrible,
de un montón
de abandono
en medio de la calle
y de la lluvia
ibas haciendo
un trono desdentado
y mirando a lo pobres
recogías
mi último
plato haciéndolo diadema.
Ahora,
pobreza,
yo te sigo.
Como fuiste implacable,
soy implacable.
Junto a cada pobre
me encontrarás
cantando,
bajo cada sábana
de hospital imposible
encontrarás
mi canto.
Te sigo,
porbreza,
te vigilo,
te acerco,
te disparo,
te aislo,
te cerceno las uñas,
te rompo
los dientes que te
quedan.
Estoy en todas partes:
en el océano
con los pescadores,
en la mina,
los hombres
al limpiarse la frente,
secarse el sudor
negro
encuentran
mis poemas.
Yo salgo cada día
con la obrera textil.
Tengo las manos blancas
de dar el pan en
las panaderías.
Donde vayas,
pobreza,
mi canto
está cantando,
mi vida
está viviendo,
mi sangre
está luchando.
Derrotaré
tus pálidas
banderas
en donde se levanten.
Otros poetas,
antaño te
llamaron
santa,
veneraron tu capa,
se alimentaron de
humo
y desaparecieron.
Yo te desafío,
con duros versos
te golpeo el rostro,
te embarco y te destierro.
Yo con otros,
con otros, con muchos
otros,
te vamos expulsando
de la tierra a la
luna
para que allí
te quedes
fría y encarcelada
mirando con un ojo
el pan y los racimos
que cubrirá
la tierra
de mañana.
Puedo
escribir los versos...
Puedo escribir los
versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejenplo:
"La noche está estrellada,
y tiritan, azules,
los astros, a lo lejos"
El viento de la noche
gira en el cielo y canta
Puedo escribir los
versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a
veces ella también me quiso.
En las noches como
ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas
veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a
veces yo también la quería.
Cómo no haber
amado sus grandes ojos fijos.
Puedo escribir los
versos más tristes esta noche.
Pensar que no la
tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche
inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al
alma como al pasto el rocío.
Qué importa
que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está
estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo
lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta
con haberla perdido.
Como para acercarla
mi mirada la busca,
Mi corazón
la busca, y ella no está conmigo.
La misma noche que
hace blanquear los mismo árboles
Nosotros, los de
entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero,
es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el
viento para tocar su oído.
De otro. Será
de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuero
claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero,
es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor
y estan largo el olvido.
Porque en noches
como ésta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta
con haberla perdido.
Aunque éste
sea el último dolor que ella me causa
y éstos sean
los últimos versos que yo escribo
Mi discurso será una larga travesía, un viaje mío
por regiones, lejanas y antípodas, no por eso menos semejantes al
paisaje y a las soledades del norte. Hablo del extremo sur de mi país.
Tanto y tanto nos alejamos los chilenos hasta tocar
con nuestros limites el Polo Sur, que nos parecemos a la geografía
de Suecia, que roza con su cabeza el norte nevado del
planeta.
Por allí, por aquellas extensiones de mi patria adonde me condujeron
acontecimientos ya olvidados en sí mismos, hay que
atravesar, tuve que atravesar los Andes buscando la frontera de mi país
con Argentina. Grandes bosques cubren como un
túnel las regiones inaccesibles y como nuestro camino era oculto
y vedado, aceptábamos tan sólo los signos más débiles
de la orientación. No había huellas, no existían senderos
y con mis cuatro compañeros a caballo buscábamos en ondulante
cabalgata -eliminando los obstáculos de poderosos árboles,
imposibles ríos, roqueríos inmensos, desoladas nieves,
adivinando mas bien el derrotero de mi propia libertad. Los que me acompañaban
conocían la orientación, la posibilidad
entre los grandes follajes, pero para saberse más seguros montados
en sus caballos marcaban de un machetazo aquí y allá
las cortezas de los grandes árboles dejando huellas que los guiarían
en el regreso, cuando me dejaran solo con mi destino.
Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes, en
aquel silencio verde y blanco, los árboles, las grandes
enredaderas, el humus depositado por centenares de años, los troncos
semi-derribados que de pronto eran una barrera
más en nuestra marcha. Todo era a la vez una naturaleza deslumbradora
y secreta y a la vez una creciente amenaza de
frío, nieve, persecución. Todo se mezclaba: la soledad, el
peligro, el silencio y la urgencia de mi misión. A veces
seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por
contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e ignorábamos
si
muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las
glaciales manos del invierno, por las tormentas
tremendas de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al
viajero, lo hunden bajo siete pisos de blancura.
A cada lado de la huella contemplé, en aquella salvaje desolación,
algo como una construcción humana. Eran trozos de
ramas acumulados que habían soportado muchos inviernos, vegetal
ofrenda de centenares de viajeros, altos cúmulos de
madera para recordar a los caídos, para hacer pensar en los que
no pudieron seguir y quedaron allí para siempre debajo
de las nieves. También mis compañeros cortaron con sus machetes
las ramas que nos tocaban las cabezas y que
descendían sobre nosotros desde la altura de las coníferas
inmensas, desde los robles cuyo último follaje palpitaba antes
de las tempestades del invierno. Y también yo fui dejando en cada
túmulo un recuerdo, una tarjeta de madera, una rama
cortada del bosque para adornar las tumbas de uno y otro de los viajeros
desconocidos.
Teníamos que cruzar un río. Esas pequeñas vertientes
nacidas en las cumbres de los Andes se precipitan, descargan su
fuerza vertiginosa y atropelladora, se tornan en cascadas, rompen tierras
y rocas con la energía y la velocidad que trajeron
de las alturas insignes: pero esa vez encontramos un remanso, un gran espejo
de agua, un vado. Los caballos entraron,
perdieron pie y nadaron hacia la otra ribera. Pronto mi caballo fue sobrepasado
casi totalmente por las aguas, yo comencé
a mecerme sin sostén, mis pies se afanaban al garete mientras la
bestia pugnaba por mantener la cabeza al aire libre. Así
cruzamos. Y apenas llegados a la otra orilla, los baqueanos, los campesinos
que me acompañaban me preguntaron con
cierta sonrisa:
Tuvo mucho miedo?
Mucho. Creí que había llegado mi última hora, dije.
Íbamos detrás de usted con el lazo en la mano me respondieron.
- Ahí mismo – agregó uno de ellos– cayó mi padre y
lo
arrastró la corriente. No iba a pasar lo mismo con usted. Seguimos
hasta entrar en un túnel natural que tal vez abrió en las
rocas imponentes un caudaloso río perdido, o un estremecimiento
del planeta que dispuso en las alturas aquella obra,
aquel canal rupestre de piedra socavada, de granito, en el cual penetramos.
A los pocos pasos las cabalgaduras
resbalaban, trataban de afincarse en los desniveles de piedra, se doblegaban
sus patas, estallaban chispas en las
herraduras: más de una vez me vi arrojado del caballo y tendido
sobre las rocas. La cabalgadura sangraba de narices y
patas, pero proseguimos empecinados el vasto, el espléndido, el
difícil camino.
Algo nos esperaba en medio de aquella selva salvaje. Súbitamente,
como singular visión, llegamos a una pequeña y
esmerada pradera acurrucada en el regazo de las montañas: agua clara,
prado verde, flores silvestres, rumor de rios y el
cielo azul arriba, generosa luz ininterrumpida por ningún follaje.
Allí nos detuvimos como dentro de un círculo mágico,
como huéspedes de un recinto sagrado: y mayor condición de
sagrada tuvo aun la ceremonia en la que participé. Los vaqueros
bajaron de sus cabalgaduras. En el centro del recinto
estaba colocada, como en un rito, una calavera de buey. Mis compañeros
se acercaron silenciosamente, uno por uno, para
dejar unas monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso. Me uní
a ellos en aquella ofrenda destinada a toscos
Ulises extraviados, a fugitivos de todas las raleas que encontrarían
pan y auxilio en las órbitas del toro muerto. Pero no se
detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos amigos
se despojaron de sus sombreros e iniciaron una
extraña danza, saltando sobre un solo pie alrededor de la calavera
abandonada, repasando la huella circular dejada por
tantos bailes de otros que por allí cruzaron antes. Comprendí
entonces de una manera imprecisa, al lado de mis
impenetrables compañeros, que existía una comunicación
de desconocido a desconocido, que había una solicitud, una
petición y una respuesta aún en las más lejanas y
apartadas soledades de este mundo.
Más lejos, ya a punto de cruzar las fronteras que me alejarían
por muchos años de mi patria, llegamos de noche a las
últimas gargantas de las montañas. Vimos de pronto una luz
encendida que era indicio cierto de habitación humana y, al
acercarnos, hallamos unas desvencijadas construcciones, unos destartalados
galpones al parecer vacíos. Entramos a uno
de ellos y vimos, al calor de la lumbre, grandes troncos encendidos en
el centro de la habitación, cuerpos de árboles
gigantes que allí ardían de día y de noche y que dejaban
escapar por las hendiduras del techo ml humo que vagaba en
medio de las tinieblas como un profundo velo azul. Vimos montones de quesos
acumulados por quienes los cuajaron a
aquellas alturas. Cerca del fuego, agrupados como sacos, yacían
algunos hombres. Distinguimos en el silencio las cuerdas
de una guitarra y las palabras de una canción que, naciendo de las
brasas y la oscuridad, nos traía la primera voz humana
que habíamos topado en el camino. Era una canción de amor
y de distancia, un lamento de amor y de nostalgia dirigido
hacia la primavera lejana, hacia las ciudades de donde veníamos,
hacia la infinita extensión de la vida.
Ellos ignoraban quienes éramos, ellos nada sabían del fugitivo,
ellos no conocían mi poesía ni mi nombre. O lo conocían,
nos conocían? El hecho real fue que junto a aquel fuego cantamos
y comimos, y luego caminamos dentro de la oscuridad
hacia unos cuartos elementales. A través de ellos pasaba una corriente
termal, agua volcánica donde nos sumergimos,
calor que se desprendía de las cordilleras y nos acogió en
su seno.
Chapoteamos gozosos, cavándonos, limpiándonos el peso de
la inmensa cabalgata. Nos sentimos frescos, renacidos,
bautizados, cuando al amanecer emprendimos los últimos kilómetros
de jornadas que me separarían de aquel eclipse de mi
patria. Nos alejamos cantando sobre nuestras cabalgaduras, plenos de un
aire nuevo, de un aliento que nos empujaba al
gran camino del mundo que me estaba esperando. Cuando quisimos dar (lo
recuerdo vivamente) a los montañeses
algunas monedas de recompensa por las canciones, por los alimentos, por
las aguas termales, por el techo y los lechos,
vale decir, por el inesperado amparo que nos salió al encuentro,
ellos rechazaron nuestro ofrecimiento sin un ademán. Nos
habían servido y nada más. Y en ese "nada más" en
ese silencioso nada más había muchas cosas subentendidas,
tal vez el
reconocimiento, tal vez los mismos sueños.
Señoras y Señores:
Yo no aprendí en los libros ninguna receta para la composición
de un poema: y no dejaré impreso a mi vez ni siquiera un
consejo, modo o estilo para que los nuevos poetas reciban de mí
alguna gota de supuesta sabiduría. Si he narrado en este
discurso ciertos sucesos del pasado, si he revivido un nunca olvidado relato
en esta ocasión y en este sitio tan diferentes a
lo acontecido, es porque en el curso de mi vida he encontrado siempre en
alguna parte la aseveración necesaria, la
fórmula que me aguardaba, no para endurecerse en mis palabras sino
para explicarme a mí mismo.
En aquella larga jornada encontré las dosis necesarias a la formación
del poema. Allí me fueron dadas las aportaciones de
la tierra y del alma. Y pienso que la poesía es una acción
pasajera o solemne en que entran por parejas medidas la soledad
y la solidaridad, el sentimiento y la acción, la intimidad de uno
mismo, la intimidad del hombre y la secreta revelación de la
naturaleza. Y pienso con no menor fe que todo esta sostenido -el hombre
y su sombra, el hombre y su actitud, el hombre
y su poesia en una comunidad cada vez más extensa, en un ejercicio
que integrará para siempre en nosotros la realidad y
los sueños, porque de tal manera los une y los confunde. Y digo
de igual modo que no sé, después de tantos años, si
aquellas lecciones que recibí al cruzar un vertiginoso río,
al bailar alrededor del cráneo de una vaca, al bañar mi piel
en el
agua purificadora de las más altas regiones, digo que no sé
si aquello salía de mí mismo para comunicarse después
con
muchos otros seres, o era el mensaje que los demás hombres me enviaban
como exigencia o emplazamiento. No sé si
aquello lo viví o lo escribí, no sé si fueron verdad
o poesía, transición o eternidad los versos que experimenté
en aquel
momento, las experiencias que canté más tarde.
De todo ello, amigos, surge una enseñanza que el poeta debe aprender
de los demás hombres. No hay soledad
inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación
de lo que somos. Y es preciso atravesar la
soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar
al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o
cantar con melancolía; mas en esa danza o en esa canción
están consumados los más antiguos ritos de la conciencia:
de la
conciencia de ser hombres y de creer en un destino común.
En verdad, si bien alguna o mucha gente me consideró un sectario,
sin posible participación en la mesa común de la
amistad y de la responsabilidad, no quiero justificarme, no creo que las
acusaciones ni las justificaciones tengan cabida
entre los deberes del poeta. Después de todo, ningún poeta
administró la poesía, y si alguno de ellos se detuvo a acusar
a
sus semejantes, o si otro pensó que podría gastarse la vida
defendiéndose de recriminaciones razonables o absurdas, mi
convicción es que sólo la vanidad es capaz de desviarnos
hasta tales extremos. Digo que los enemigos de la poesía no
están entre quienes la profesan o resguardan, sino en la falta de
concordancia del poeta. De ahí que ningún poeta tenga
más enemigo esencial que su propia incapacidad para entenderse con
los más ignorados y explotados de sus
contemporáneos; y esto rige para todas las épocas y para
todas las tierras.
El poeta no es un "pequeño dios". No, no es un "pequeño dios".
No está signado por un destino cabalístico superior al de
quienes ejercen otros menesteres y oficios. A menudo expresé que
el mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan de
cada día: el panadero más próximo, que no se cree
dios. Él cumple su majestuosa y humilde faena de amasar, meter al
horno, dorar y entregar el pan de cada día, con una obligación
comunitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla
conciencia, podrá también la sencilla conciencia convertirse
en parte de una colosal artesanía, de una construcción simple
o
complicada, que es la construcción de la sociedad, la transformación
de las condiciones que rodean al hombre, la entrega
de la mercadería: pan, verdad, vino, sueños. Si el poeta
se incorpora a esa nunca gastada lucha por consignar cada uno en
manos de los otros su ración de compromiso, su dedicación
y su ternura al trabajo común de cada día y de todos los
hombres, el poeta tomará parte en el sudor, en el pan, en el vino,
en el sueño de la humanidad entera. Sólo por ese
camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la
poesía el anchuroso espacio que le van recortando
en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros
mismos.
Los errores que me llevaron a una relativa verdad, y las verdades que repetidas
veces me condujeron al error, unos y otras
no me permitieron -ni yo lo pretendí nunca- orientar, dirigir, enseñar
lo que se llama el proceso creador, los vericuetos de
la literatura. Pero sí me di cuenta de una cosa: de que nosotros
mismos vamos creando los fantasmas de nuestra propia
mitificacion. De la argamasa de lo que hacemos, o queremos hacer, surgen
más tarde los impedimentos de nuestro propio
y futuro desarrollo. Nos vemos indefectiblemente conducidos a la realidad
y al realismo, es decir, a tomar una conciencia
directa de lo que nos rodea y de los caminos de la transformación,
y luego comprendemos, cuando parece tarde, que
hemos construido una limitación tan exagerada que matamos lo vivo
en vez de conducir la vida a desenvolverse y florecer.
Nos imponemos un realismo que posteriormente nos resulta más pesado
que el ladrillo de las construcciones, sin que por
ello hayamos erigido el edificio que contemplábamos como parte integral
de nuestro deber. Y en sentido contrario, si
alcanzamos a crear el fetiche de lo incomprensible (o de lo comprensible
para unos pocos), el fetiche de lo selecto y de lo
secreto, si suprimimos la realidad y sus degeneraciones realistas, nos
veremos de pronto rodeados de un terreno
imposible, de un tembladeral de hojas, de barro, de libros, en que se hunden
nuestros pies y nos ahoga una
incomunicación opresiva.
En cuanto a nosotros en particular, escritores de la vasta extensión
americana, escuchamos sin tregua el llamado para
llenar ese espacio enorme con seres de carne y hueso. Somos conscientes
de nuestra obligación de pobladores y -al mismo
tiempo que nos resulta esencial el deber de una comunicación critica
en un mundo deshabitado y, no por deshabitado
menos lleno de injusticias, castigos y dolores, sentimos también
el compromiso de recobrar los antiguos sueños que
duermen en las estatuas de piedra, en los antiguos monumentos destruidos,
en los anchos silencios de pampas
planetarias, de selvas espesas, de ríos que cantan como sueños.
Necesitamos colmar de palabras los confines de un
continente mudo y nos embriaga esta tarea de fabular y de nombrar. Tal
vez ésa sea la razón determinante de mi humilde
caso individual: y en esa circunstancia mis excesos, o mi abundancia, o
mi retórica, no vendrían a ser sino actos, los más
simples, del menester americano de cada día. Cada uno de mis versos
quiso instalarse como un objeto palpable: cada uno
de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo:
cada uno de mis cantos aspiró a servir en el espacio como
signos de reunión donde se cruzaron los caminos, o como fragmento
de piedra o de madera con que alguien, otros que
vendrán, pudieran depositar los nuevos signos.
Extendiendo estos deberes del poeta, en la verdad o en el error, hasta
sus últimas consecuencias, decidí que mi actitud
dentro de la sociedad y ante la vida debía ser también humildemente
partidaria. Lo decidí viendo gloriosos fracasos,
solitarias victorias, derrotas deslumbrantes. Comprendí, metido
en el escenario de las luchas de América, que mi misión
humana no era otra sino agregarme a la extensa fuerza del pueblo organizado,
agregarme con sangre y alma, con pasión y
esperanza, porque sólo de esa henchida torrentera pueden nacer los
cambios necesarios a los escritores y a los pueblos. Y
aunque mi posición levantara o levante objeciones amargas o amables,
lo cierto es que no hallo otro camino para el
escritor de nuestros anchos y crueles países, si queremos que florezca
la oscuridad, si pretendemos que los millones de
hombres que aún no han aprendido a leernos ni a leer, que todavía
no saben escribir ni escribirnos, se establezcan en el
terreno de la dignidad sin la cual no es posible ser hombres integrales.
Heredamos la vida lacerada de los pueblos que arrastran un castigo de siglos,
pueblos los más edénicos, los más puros,
los que construyeron con piedras y metales torres milagrosas, alhajas de
fulgor deslumbrante: pueblos que de pronto
fueron arrasados y enmudecidos por las épocas terribles del colonialismo
que aún existe.
Nuestras estrellas primordiales son la lucha y la esperanza. Pero no hay
lucha ni esperanza solitarias. En todo hombre se
juntan las épocas remotas, la inercia, los errores, las pasiones,
las urgencias de nuestro tiempo, la velocidad de la historia.
Pero, qué sería de mí si yo, por ejemplo, hubiera
contribuido en cualquiera forma al pasado feudal del gran continente
americano? Cómo podría yo levantar la frente, iluminada por
el honor que Suecia me ha otorgado, si no me sintiera
orgulloso de haber tomado una mínima parte en la transformación
actual de mi país? Hay que mirar el mapa de América,
enfrentarse a la grandiosa diversidad, a la generosidad cósmica
del espacio que nos rodea, para entender que muchos
escritores se niegan a compartir el pasado de oprobio y de saqueo que oscuros
dioses destinaron a los pueblos
americanos.
Yo escogí el difícil camino de una responsabilidad compartida
y, antes de reiterar la adoración hacia el individuo como sol
central del sistema, preferí entregar con humildad mi servicio a
un considerable ejército que a trechos puede equivocarse,
pero que camina sin descanso y avanza cada día enfrentándose
tanto a los anacrónicos recalcitrantes como a los infatuados
impacientes. Porque creo que mis deberes de poeta no sólo me indicaban
la fraternidad con la rosa y la simetría, con el
exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con las
ásperas tareas humanas que incorporé a mi poesía.
Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta,
el más atroz de los desesperados, escribió esta profecía:
A
l’aurore, armés d’une ardente patience, nous entrerons aux splendides
Villes. (Al amanecer, armados de una ardiente
paciencia entraremos en las espléndidas ciudades.)
Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de una
oscura provincia, de un país separado de todos los otros
por la tajante geografía. Fui el más abandonado de los poetas
y mi poesía fue regional, dolorosa y lluviosa. Pero tuve
siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza.
Por eso tal vez he llegado hasta aquí con mi poesía, y
también con mi bandera.
En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los
trabajadores, a los poetas, que el entero porvenir fue
expresado en esa frase de Rimbaud: solo con una ardiente paciencia conquistaremos
la espléndida ciudad que dará luz,
justicia y dignidad a todos los hombres.
Así la poesía no habrá cantado en vano.
El
solitario
Patio de la escuela,
patio soleado y sencillo
rodeando de casuchas
de paredes musgosas,
un álamo que
eleva su ramaje amarillo,
un corredor muy largo
y un rosal hecho rosa.
El tiempo, el caprichoso
cambiador, el que viste
con ropaje confuso
la quietud de las cosas
lo ha puesto todo
triste, barrosamente triste,
pero es una tristeza
descuidada y hermosa.
El álamo se
eleva soberbio y orgulloso
ondulando el ramaje
dorado y poderoso
encima de la suave
tristeza de las cosas.
El álamo desprecia
lo que abajo se extiende.
Desprecia sin mirarlo
al rosal que le tiende
el sagrado perfume
de su últimas rosas...
De
mi vida de estudiante.
He tomado un libro,
luego lo he dejado.
Contra mis deseos
no puedo estudiar.
Con la noche en calma
se me han despertado
unos seductores deseos
de andar.
Me iría cantando
por una calleja
el viejo estribillo
de un viejo cantar
y añorando
todas las penas añejas
no me cansaría
de andar y de andar.
Me iría por
todas las calles lejanas
mirando los vidrios
de alguna ventana
y mirando el cielo
gris o ceniciento.
La luna riente no
iluminaría
y añorando
penas yo me sentiría
más que la
alegría del alejamiento.
Pablo
Neruda
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