Tanque
Que
bruto era Tanque. Era, espontáneamente, sin proponérselo,
el tío más bestia que conocíamos. Su manera de andar,
de hablar, de reír, de jugar, de comer los bocadillos... todo delataba
lo bestia que era. Cuando se echaba a pies para jugar al fútbol,
aunque jugaba muy mal, era el primero al que se pedía. Nadie quería
tenerlo en contra. Te entraba como si acabases de insultar a su madre.
Cuando avanzaba con el balón no intentaba sortearte. Había
que apartarse, porque él seguía todo recto. ¡A él
con finuras de regatitos y esas mariconerías! No solo era así
cuando jugábamos entre nosotros: también cuando lo hacíamos
contra los de otra calle. Era su forma de ser y eso no se puede corregir;
menos, cuando ni se sospecha que se debería hacerlo. Y pobre del
infeliz (del equipo contrario) que se atrevía a reprenderle sus
<<brusquedades, digamos. Nosotros cerrábamos los ojos y el
otro comprobaba lo mucho más bestia que era dando hostias. ¿Y
jugando al rugby? Cuando enfilaba a uno... en fin. De nada le servía
desprenderse del balón. Es más: dudo que Tanque supiese que
se jugaba con balón. Para hablar siempre gritaba. Y verle andar
era una lección de prehistoria. Deprisa, inclinado hacia adelante,
los brazos caídos, y balanceándose a cada paso. Parecía
si en el sitio al que iba le esperase una pelea, o cualquier otra de sus
distracciones salvajes. Fue poco tiempo al cole. Y nunca coincidí
en clase con él. Pero debía de ser un espectáculo
inolvidable. Se tomaba los juegos con una seriedad que asustaba. Jugábamos
al fútbol, a dola, al peón, al hinque, a las bolas, qué
sé yo, a lo que fuese, y no se le veía ni sonreír.
Era como si jugase por cumplir; porque jugábamos lo demás;
porque era algo que teníamos que hacer; no por divertirse. Se le
veía jugar como distraído, como ausente, como si estuviese
reprimiendo su propia pasión, su auténtica vocación:
hacer el, ser -más bien- un animal. Por eso cuando jugaba no desperdiciaba
la más pequeña oportunidad de armar jaleo. Y entonces ya
se le veía en su plenitud.
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Cuando
nevaba, lo que más me gustaba era andar por nieve que nadie hubiese
pisado. A veces me volvía a mirar las marcas de mis huellas, que
llegaban hasta mí. Me gustaba tanto ver que iba dejando una señal,
que muchas veces me ponía a andar de espaldas.
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Cuando
llovía, el campo de fútbol se ponía blando en seguida.
Entonces, si jugábamos se quedaban marcadas nuestras huellas. Y
cuando se secaba el barro, allí seguían grabadas. Sobre ellas
el balón rodaba y botaba de una forma irregular. Acababan desapareciendo,
desgastadas de tanto jugar encima.
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Vaciábamos
el sobre de refresco en polvo sobre la palma de la mano. Y dejábamos
caer sobre ella una lenta, casi plástica, gota de saliva. Entonces
empezaba a chisporrotear como si se fríese. Y te hacía cosquillas,
como si un grillo pasease por tu mano. Después lo recogías
con la lengua y lo dejabas allí -trss- hasta que perdía fuerza
y dejaba de pincharte. En la mano oías el reventar global de todas
las burbujas. En la lengua oías el de cada una en particular. Esto
ocurría los domingos que era cuando teníamos poder adquisitivo.
Emilio
Gavilanes
La
primera aventura.
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